César, 22/09/09


Antonio Galvañ lleva diez años creando un mundo. Un mundo que va surgiendo idéntico y distinto en cada una de sus canciones, como uno de esos arrecifes de coral en que la raíz es la misma y las formas diferentes.

Obvio la salud estética que se encontraba en sus cuatro lps anteriores y obvio su aparición en cada lista de talentos escondidos de la música española. De alguna manera eso no tiene ningún valor porque un músico debe responder por cada disco que hace y en “La fortaleza de la soledad” responde con creces a su carrera y a su fama. Los referentes siguen siendo los mismos, estructura y melodías deudoras de la música italiana con sus desarrollos morosos, letras que se adscriben a la ciencia ficción, mucho más Bradbury que Gibson, avances científicos como escondrijos de inmensa soledad. Déjenme hacer una conexión inconsciente y seguramente falsa, pero el mundo que despliega siempre me ha parecido equivalente al del malogrado Randy Vanwarmer en “Terraform”.

Sin embargo, en esta ocasión aparece el pespunte de una historia que se desarrolla en siete tiempos, una opereta que hace surgir un disco diferente dentro del disco ortodoxo y en la que potencia esta melancolía costumbrista que Parade siempre apuntaba pero no desarrollaba nunca del todo. Preciso narrador, siempre parecía deseoso de explayarse, pero siempre lo encarcelaban los tres minutos de rigor pop. En ‘Rainbow’s Avenue’, la calle de las capillas de boda, puede por fin trucar esas limitaciones. Don Ricardo Gil Muñoz, propietario del imperio, solterón a su pesar, se dirige a apadrinar la boda un millón y encuentra a la novia –Soledad–abandonada por el novio y poseída por las lágrimas.

La historia sigue y la idea básica coincide: el derecho a escapar, a superar un destino que no tiene derecho a condicionar. Y todo lo envuelve con aires de cabaret –’Don Ricardo pasea’–, con toques eurovisivos como en el corte que da título al disco o con un melodramatismo que siempre parecía frenar en sus producciones y que aquí deja libre para que nos desate oleajes en la piel. Escuchen ‘Soledad sola’ y me cuentan.

Aun así, ninguna de éstas es la joya del disco. Vamos a ella. Imaginen que Parade compone una canción a lo Bob Dylan y la arregla usando su primoroso cuidado tecnológico. Pues cuando la hayan imaginado y escuchen ‘El aerolito Dylan’ notarán que se han quedado cortos. Un relato de la epifanía del tejano el día antes del festival de Newport con meteoros y luces del espacio, un fraseo ligero de blues, una armónica que de tan suave se vuelve viento,… Y unas palabras que se enganchan a la melodía como si fuesen naciendo desde ella.

Lo puedes comprar en la web de Jabalina.

César, 12/09/09


Pasados los extremos calores, pasado el tirón de los Starlets –aunque con conciertos en capilla tocará hacer un poco de promoción extra- y pasada la preparación del nuevo disco, pues toca hacer una entrada en el blog que –esas frases que de repetidas se hacen verdad- tenemos casi siempre descuidado.

Juro solemnemente que en circunstancias normales nunca tendría un blog. No es que tenga nada en contra de ellos. Es más, algunos me resultan entretenidos, sumamente ingeniosos otros, no son pocos los que utilizo e incluso en mi trabajo civil he de llevar alguno y estar en contacto con otros. Pero yo no, una de las prevenciones irracionales que tengo –y de la que en este sello hacemos gala, cada uno con la suya- , como la del móvil.

Pero estas no son circunstancias normales, esto es más o menos afinar una estética para que no solamente Discos de Paseo sea un mero catálogo de discos, sino también un proyecto con conciencia de aventura, de diversión, un motivo de juego y entretenimiento. Equivalente a una tarde de dolce far niente. Esas mañanas de voy a pasear, esas tardes de voy a ponerme una película tendrían que ser equivalentes a voy a entretenerme un poco haciendo el libreto del disco.

O leyendo, que de eso vamos a hablar. Ha salido música aquí, ha aparecido cine, pero los libros son los grandes malditos. Me pongo, vamos a aclarar que me/nos gusta. En Discos de Paseo somos, en la medida de lo posible, voraces lectores. Cada uno con su directriz, está claro. Así que no me adjudico representación de nada y expongo la mía durante este mes pasado, que en un principio se ideo corta, pero que ha ido creciendo en expectativas y opiniones. Y decepciones.

En un principio decidí que iba a releer un Leo Malet, ahora que se ha reeditado Niebla en el puente de Tolbiac creía que al hacerlo podría recuperar las sensaciones que me envolvieron hace mucho tiempo. Y no ha sido así.

Leo Malet es un escritor del París de postguerra, entrados ya los 50, que decidió escribir una novela policiaca dedicada a cada uno de los distritos de París. Para ello, ideó un detective cínico y sentimental –Nestor Burman, capo de la agencia Fiat Lux-, una mezcla entre ambages y estéticas de Carvalho y Boris Vian. Niebla en el puente de Tolbiac me había causado un enorme placer hacía mucho tiempo, una historia de gitanos hieráticos, gitanas fugitivas y viejos anarquistas de buen corazón. Este verano apenas me ha transmitido, quizás el imán que me atrajo en la época fue la adaptación al cómic de Tardi, que no he releído por miedo pero que pondría la mano en el fuego que sigue siendo impresionante.

También quise leer Los Girasoles Ciegos. Todo el mundo babea ante ella, adaptación de José Luis Cuerda que es argumento de confianza, premios nacionales a tutiplé. ¡Premios nacionales….! ¿En que están pensando los jurados?, ¿Cuál es su criterio al escoger lo que leen, al valorar lo que leen? Alguien que escribe en la primera página “Madrid nocheaba en un silencio melancólico…” merece prevención y prejuicio. A partir de ahí todo es malo. Quizás se salve ese segundo relato –el escapado que asiste en una cueva a la muerte de su bebé-. Sensiblero, sí, pero eso es al fin y al cabo un valor en literatura. Si algo te hace llorar acudiendo a instintos subterráneos es bueno, toca el sentimiento. El único sentimiento que no se debe de tocar en literatura es el del bostezo, y el resto del libro lo azuza.

Menos mal que nos quedara Bradbury. Un inciso, mi primera lectura de verano fue Compañía de sueños ilimitados, lo escribió Ballard cuando estaba en apogeo el punk y no tiene mucho que ver pero tiene todo que ver. No lo supe entender, no sé todavía si es una paja mental o una genialidad, o las dos cosas. Pero a lo que vamos, coger a Bradbury sé, siempre, que es valor seguro, y en esta ocasión tocó la Feria de las Tinieblas, una increíble trasposición de las antiguas novelas de adolescencia –Tom Sawyer, ya saben-, a los años cincuenta del pasado siglo y a lo gótico contemporáneo. Lo gótico contemporáneo, el miedo a la diferencia en el siglo XX seguramente lo indicio Tod Browing en Freaks, con la que nuestra novelita tiene algo que ver.


Jim Nightshade –atrevido e irreverente- y William Halloway- más racional- asisten a una serie de fenómenos extraños en su pueblo del medio oeste: anuncios de un espectáculo sobrenatural dentro de tiendas vacías y decrépitas, un peluquero que de pronto parece convertirse en un niño, un tren con aspecto arcaico que aparece en medio de la noche y desaparece entre la niebla, un laberinto de espejos que te enfrenta con un terror supremo y te anestesia, una biblioteca donde se descubre la esencia del mal y se buscan antes de que se cierre el plazo antiguos libros que salvarán a la ciudad, un carrusel que en cada vuelta te lleva al futuro, una feria en que la policía investiga y a un muerto se le condena a la silla eléctrica sólo para que parezca vivo, la atracción del misterio y la pulsión de supervivencia,…

Pero no sólo me he dejado devorar por las situaciones, los personajes, como siempre en Bradbury, están retratados de manera dispersa, pero se anclan fuerte en la memoria, ese estilo a la vez repetitivo y difuso,… y con ello consigue la mejor escena de relación filial que se ha construido seguramente nunca. La imagen de Charles Halloway subiendo por el canalón para entrar en casa con su hijo desde su habitación de éste sortea el ridículo para convertirse en imborrable.